Era
una noche de verano, o primavera quizás, pero de mucho calor, yo estaba
tirado en una silla que se movía de adelante hacia atrás, con un libro
entre mis manos, leía palabra a palabra el relato que la misma obra
ofrecía. El autor era Julio Cortázar, y logré leer una de las frases más
hermosas que alguna vez pude haber leído: “Ven a dormir conmigo: no
haremos el amor, él nos hará”. Mientras examinaba letra a letra el
significado de esa frase y trataba de pensar en un adjetivo para poder
describir la majestuosidad de Cortázar, escucho desde el fondo del
pasillo un grito que decía “Buenas noches América”.
Inmediatamente me aparté de la lectura, “Rayuela” no puede ser leído
con un sonido de fondo, y mucho menos un sonido como aquel. El grito
anterior venía del televisor, proveniente de la boca de un conductor muy
conocido por la sociedad argentina. Le pedí a la persona que estaba
mirando tele, que baje un poco el volumen para poder continuar con mi
lectura, cuando lo hizo, seguí con otra frase "No renuncio a nada,
simplemente hago todo lo que puedo para que las cosas no me renuncien a
mí”, y ahí vuelvo a escuchar la voz del conductor de televisión.
El enojo me hizo cerrar inmediatamente el libro, y empezar a
preguntarme si esta es la cultura que nuestro país siempre quiso.
Remontándonos a algunos años atrás, tampoco demasiados, podemos recordar
aquellas vanguardias, o mejor dicho, ramas vanguardistas, que surgían
en Argentina. Boedo, Florida ¿se acordará la gente de ellas? De la
revista “Martín Fierro” y de sus publicaciones literarias, o de la
“Editorial Claridad” y de los escritos de Antonio Zamora. Es muy triste
ver el paso del tiempo, de hecho, me cuesta a mí que mientras estoy
escribiendo esto, escucho que el estilo de hoy será el “electro-dance”.
Encontrar el momento justo en el cual nuestra cultura tomó el camino
equivocado es muy difícil, pero es seguro de que todo el que alguna vez
haya tenido entre sus manos “El juguete rabioso” de Arlt, o los poemas
de Girondo, o haya escuchado leer a Cortázar con su tono afrancesado, no
entiende como el día de hoy hay gente que malgaste tiempo de su vida
mirando pavadas en televisión.
Escucho risas, parece que ingresó en pantalla la enana que baila en
ese programa, eso me hace acordar a los cronopios, aquellas figuras que
ni el propio Cortázar pudo describir, pero que tan bien nos caían y nos
hacían detestar a los famas, aunque tampoco nadie nunca pudo darles una
forma determinada. Aquel conductor ¿sabrá qué es un cronopio o entenderá
que nuestros caminos se trazan solamente para encontrar a nuestra maga?
Me gustaría saberlo, preguntarles a esas personas sobre el legado que
tomaron en nuestra cultura, porque de hecho, son quienes tomaron
aquellas banderas que la literatura había establecido sobre la cultura
nacional.
Regresemos en el tiempo, a aquellos momentos en los cuales queríamos
que llegue la noche para leer algún cuento corto de Borges y quedarnos
pensando en qué quiso decir, para finalmente tomar fanatismo por él o
despreciarlo por no entender su compleja pero maravillosa literatura.
Dejemos a esta televisión y a ese capítulo barato de telenovela, o el
baile hot de alguna pobre mujer que necesita que la gente la vea en
tanga para justificar el por qué de su anorexia.
En esto se convirtió mi cultura, en mujeres que muestran el cuerpo
en televisión abierta, en desprestigio hacia la mujer, en alienación
total hacia una pantalla. Los escritores fueron cambiados por
charlatanes y mafiosos que viven de nuestra dependencia hacia ellos, y
me pregunto, qué pasaría si la gente ya no mirara televisión, si
volvemos a tomar libros de Álvaro Yunque, o Nicolás Olivari, o si mismo
volvemos a leer “Casa tomada” millones de veces para intentar comprender
cómo alguna vez un escritor argentino pudo escribir semejante obra.
Esta pregunta es la que me hice a lo largo de mi vida, cómo hemos
cedido ante la ingenuidad y la facilidad de medios, que mal que hemos
resistido al capitalismo, convirtiéndonos, como alguna vez supo decir el
maestro Cortázar, en complejos famas que viven atados al reloj.
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